domingo, 28 de diciembre de 2008

EL AUTOMÓVIL DE DIOS

Estoy asustado. No sé realmente si este foro es el apropiado para develar semejante intimidad, pero es así, estoy muy asustado: creo que Dios murió.
Y no piensen que estoy haciendo un planteo filosófico, metafísico o algo parecido.
No.
Hablo en serio.
Les cuento.
Romina Hernández Villalba, la coladora de pastillas más voluptuosa que conocí en mi vida, estuvo de gira por boliches de Buenos Aires.
 Y aterrizó —soñolienta, descolocada y deprimida— la madrugada del 26 de diciembre en nuestra casa.
Ella exhibía en los ojos un estigma de cansancio que le conozco bien, y un velo en la mirada.
Ella dijo que vio a Dios.
Y lo dijo con una lucidez que, en su estado, daba cierto vértigo.
Dijo que Dios le habló,  y que lo hizo en un idioma tangible, memorable, poderoso y artificial, sin menosprecios ni censuras, como a ella le gusta.
Romina canta en una banda de rock con unos guitarristas melenudos, canosos, y patéticos de más de cuarenta.
El público que asiste a verlos es caricatura de sí mismo, pero de veinte años atrás.
Ella es una princesa de minifalda negra y sandalias escarlatas en ese olimpo pagano de tipos venidos a menos, de cocaína cortada, de miseras a destiempo.
Romina Hernández Villalba dijo que Dios le proveyó de lo necesario para que su vida no cayera en un pozo negro y sin fondo: un caramelito de esos que duran una eternidad y que se deshacen en la boca despacito, como en un sueño.
Y después dijo que él partió para siempre en un Rolls-Royce descapotable, por avenida del Libertador.
Contó también que la pastillita dejó su huella,  y ahora a Dios no lo encuentra por ninguna parte.
Yo le preparé un buen desayuno, le llené la tina de baño con unas sales especiales, le presté una bata de mi mujer y le dije que no sería difícil dar con un Rolls descapotable en plena Buenos Aires, que no se preocupara.
Lo que no le dije es que puteé por lo bajo.
Ella hizo un gesto raro —que no entendí ni traté de entender— y no dijo nada más: se quedó pensando largo rato hasta que se durmió.
La dejé en casa.
Salí a la calle a respirar un poco, a ordenar las ideas. Caminé por Recoleta, anduve por una vacía Plaza Francia de fin de año. Tomé Libertador, y pasé por el trunco monumento a Eva Duarte de Perón. Al llegar al edificio del ACA un cordón de motocicletas policiales cortaba el tránsito de punta a punta. Una ambulancia hacía sonar sus sirenas, dos carros de bomberos se incineraban bajo el sol,  y un auto destrozado era arrancado a fuerza de grúa del asfalto recalentado.
El auto estaba irreconocible, sólo permanecía intacta la particular insignia Espíritu de Éxtasis, que identifica a la marca, y la famosa parrilla delantera.
—Al final —dijo uno de los policías, mientras encendía un cigarrillo— lo único que queda de las cosas es el espíritu, inclusive en los despojos de un automóvil que nunca tuvo un palmo de vida .
¡Claro! pensé, el espíritu permanece. El espíritu es lo único intacto que puede remitir a un hombre, a un perro, a una planta, a un objeto, o a la mismísima divinidad.
Seguí caminando. Me pregunté otra vez cuántos Rolls-Royce, como el que acababa de ver totalmente destruído, podían existir en Buenos Aires.
Me pregunté —todavía me lo pregunto— si ese auto no sería el auto de Dios.

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