jueves, 17 de diciembre de 2009

FIESTAS


El primer recuerdo que Sergio tiene de la Navidad se remonta —como en la mayoría de la gente—, hacia aquellos primeros años de infancia. Nos cuenta que en el comedor amplísimo de su casa se servía la mesa suculenta: pollo asado en la parrilla del fondo, tomates rellenos de atún, chivito traído especialmente desde Córdoba.
Tíos, primos, padres y abuelos comían y bebían hasta hartarse, esperando que toquen las doce.
Y las doce tocaban por fin, y comenzaba la verdadera fiesta. Había que buscar en el jardín, y en los jardines de la cuadra, y en el fondo de los patios de las casas vecinas, lo que el Niño Dios había traído para él y los otros chicos.
Sí, el Niño Dios, y no otro. No Papá Noel. No Santa Claus o alguna otra especie de payasote gordo y mercantilista, montador de trineos.
El regalo de Sergio y el de todos podía encontrarse en cualquier parte: en su propio patio o en el patio de al lado. Hallar, debajo de un naranjo, o de un laurel, o escondido en el tumultuoso yuyal del potrero de enfrente, un caja grande con un enorme moño, equivalía a una magia que no tenía empardes.
Sutilmente el Niño Dios había pasado, en silencio, y había depositado los obsequios sin que nadie lo descubriera.
Sergio dice que después creció, y entonces aparecieron los amigos del barrio: los pibes. Y ya la mesa familiar había disminuído de asistentes. Mudanzas, muertes y cuestiones del cotidiano vivir fueron achicando la algarabía, y ensanchando la nostalgia.
Pero aún quedaba la calle y los inofensivos triangulitos comprados en el kiosco de la vuelta. Los rompeportones reventando contra el porche del vecino, y la metralleta en el cordón de la vereda, que hacía un ruido infernal.
Encender la mecha, arrimar el fosforito, y correr, correr sin parar, y después quedarse mirando el chisporroteo fugaz de la magia chiquitita, la posible. Tomar las sobras de las copas de sidra, y emborracharse juntos, con los compinches, apoyadas las espaldas contra los pilares en sombras, sin entender todavía ese sabor de la hermandad temprana, pero aceptándolo con toda la piel y con todos los sentidos.
Y los años pasaron enormes, y los pinos encendidos se quedaron solos, con sus regalos sin abrir, y la mesa con turrones permaneció intacta.
Fue el tiempo y su fatal mecánica—dijeron algunos
Fue el tiempo, pero también fui yo— nos dijo Sergio
Nos dijo también que hubo un 25 de diciembre en que salió a la puerta, y los cohetes no estallaron, y el bullicio del barrio estuvo ausente.
Dijo que ese día partió a la casa de su primera novia, para el brindis. Y que vio las calles demasiado oscuras, y que observó un cielo sin sus antiguas luminarias, sin sus estruendos poderosos.
¿Qué había sucedido?
¿Qué monstruo infame y voraz se había llevado las sonrisas, la mesa repleta, la borrachera compartida, los amigos?
Sergio caminó esa noche, con las manos en los bolsillos. Caminó entre esa tiniebla absurda de aquel raro espejismo. Y de golpe vio, o imaginó, que todo había sido así desde siempre y para siempre, y que era él quién se había transformado en otro.
Entonces algo se le rompió bien adentro. Y aunque iba a ver a su primer amor, y la chica en verdad le gustaba mucho, se sintió triste por primera vez, en una fiesta.

domingo, 29 de noviembre de 2009

GENESIS

Estaba todo por hacerse
todo por imaginarse
Las cosas no tenían nombre, las inventamos las
hicimos con el furor de la palabra con
el sagrado fuego de la pasión.
Estaba todo en un horizonte mágico
todo en la bicicleta del futuro
y el
futuro no había llegado.
Dónde andará el que fui
y los que fuimos
en qué rincón oscuro gritará mi nombre y nuestros
nombres
buscando quizá el anónimo resquicio
la foto amarillenta que dibuja sonrisas.
Dónde el verano aquel
dónde la sangre a pleno en el fluir constante
de los amaneceres.
Estaba todo por alumbrarse
todo por ser
y en los espacios siderales y en los
nubarrones de la sal de los sueños
andarán todavía en un
tiempo sin tiempo aquellos que no fuimos
y que quisimos ser,
aquellos que han anclado en resplandores mudos
en espejos andantes
y en los hijos
que vendrán todavía
y en lo que queda por nombrarse
Las imágenes son del álbum de fotos de Ángela Prieto

miércoles, 25 de noviembre de 2009

MONEDAS, SOLO MONEDAS...


La noche no me absuelve de mis pesadillas diurnas.
La noche: otro coctel delirante y opresivo.
Llueve.
Podría hacer de mí un ser extraordinario
o un poeta de la circunstancia.
Pedazos.
Nada más que eso entre el deseo y el nudo.
Sólo trozos y circunstancia.
Y todo esto para contar que ayer volvía de un café de la calle Charcas, mareado por el sueño —y el tequila—, y un pibe me pidió una moneda.
El pendejo era mayor que el tamaño de su cuerpo, pero la desnutrición había hecho bien su trabajo.
Pensé en el Zahir borgeano. Imaginé un universo de chelines antiguos. Un botín en una isla desierta. Un cofre de doblones de oro.
Nada.
Nada que hacer con un pibe que pide monedas, que se fumará un paco que él llamará con otro nombre, el nombre verdadero, el nombre cruel e inequívoco, porque la palabra paco es para Crónica TV y para la vieja que busca precios bajos en las góndolas de Coto.
Llueve.
La calle se moja de aquello que el cielo no resiste atesorar.
Lágrimas de níquel sobre los adoquines brillantes.
Podría estar así, con el tiempo rodando de canto, en un cara y seca ficticio, pero revelador.
Podría ser el pan de tu mesa, o ese sueño que se arroja hacia arriba girando y girando y que nos arrebatará la suerte, según como caiga.
—Si te doy un peso, ¿qué vas a comprarte?
Me siento mentiroso. Hipócrita. Triste.
Siento la vejez sacudiendo mis sentimientos.
Veinte años atrás me hubiese sentado con él, a tomarnos un vinito, o a fumarnos esa cosa que tiene otro nombre.
Rebusco en mis bolsillos, boletos viejos, un ticket de tienda, un papelito con un número de teléfono, monedas, monedas...
No resisto la tentación de mirar esos ojos, no puedo apartar la mirada de esa mano que puede meter caño, púa, o, simplemente, pedir una moneda.
La noche se despeja. Algo de viento sopla y las nubes son Titanics que naufragan a contraviento.
El pibe se va.
Me apresuro por esos caminos de Dios. Abandono el cordón de la vereda y me siento a bordear mis pensamientos.
Escribo.
Desahogo esas lágrimas que ya no verteré.
Cuando el sol vuelva a salir, cuando la ciudad deslagañe sus ojos perezosos, yo sabré qué hacer con mi moneda.

domingo, 15 de noviembre de 2009

DON ALPLAX

A veces quiero que cada mañana no sea ese descenso a un infierno de calor. Así, desamparado, a la vera de mí mismo, no paro de verme reflejado en los charcos de la calle.
Don Alplax me mira y se ríe. Él sabe. Goza de omnipresencia en mi universo de pasados los cuarenta.
Hijo de puta, sí que lo sabe. Intuye que lo necesito, y ansía que desesperadamente vaya tras de él, como un huérfano mendigando en la estación de subte, a esa hora en que las brujas andan con las medias rotas y el rímel corrido.
Pero hablé de despertar.
Hablé de ese plano que subyuga y es el paso del sueño al otro sueño: el de la vigilia lisérgica.
Hablé del silencio que cela el último vestigio nocturno, justo cuando la mañana afina su Frecuencia Modulada, y los noticiosos nos mienten, se mienten a sí mismos, nos castigan, pretenden que la realidad sea eso que cuentan.
Entonces don Alplax, ahí, reina tiránicamente.
Desde la mesita de luz, junto a la foto de recién casados, don Alplax se enciende con su alma en fosforescencia y atraviesa los barrotes de la desazón. Se hace amigo y es un impulso a la nada, o un escalón, o todo eso junto.
Sé que hay locura de verdad en la ciudad. Sé que hay escurridizos nubarrones de no-ser. Sé que existen espantapájaros que pretenden vida propia y se pasan de la raya en la parada del colectivo, en la Plaza Constitución, en las tetas de las putas que, a las siete de la mañana, no tienen aire seductor sino bizarro.
Por eso don Alplax, inofensivo, poético, desenmmascarador de tantos lugares comunes, es un casco ante tanta precaria construcción que se derrumba. Es el velo que cubre apenas —sin proteger—, para que la polución de los espíritus mediocres no llegue a obsesionarme.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Las Bandas Eternas



  Nuestro amigo, Pechito Argentino, estuvo en el concierto de Serú Giran en la Rural.
  Fue ahí que escuchó por primera vez aquello de "la fiebre de un sábado azul/ y un domingo sin tristezas".
  Dicen que era —en aquel tiempo—  un pendejo de catorce, con el peinado taza, y unos jardineros Lee medio desteñidos y rotos.
  Dicen, también, que el mundo andaba recién nacido entonces, y la vida se brindaba como un mar de posibilidades infinitas.
  Pechito también presenció la unión de Jade y Serú en Obras, allá por los ochenta. Y cuentan que cuando vio al Flaco tocar junto a Charly, en medio de la metralla violeta de los flashes, lloró de emoción.
  Estuvo —a disgusto, afirman— en Ferro, cuando García bombardeó Buenos Aires, y pensó que a veces la gente tiene derecho a cambiar (¡Gracias, Fiorucci!).
  Bailó en el Luna de Clics Modernos, resignado, pero esta vez feliz. Y se extasió definitivamente en el Luna de Piano Bar, ahora sí, ya convencido y converso, ya del todo fanático, saltando sobre las butacas marrones.
  Y más allá del mérito que se arroga cierta gente de haber asistido a lugares y eventos legendarios, dicen que Pechito no se jacta. Al contrario. Admite que su único mérito consiste en arrastrar los años suficientes como para haber vivido tantos hitos, que no eran tales cuando sucedieron.
  Aquellos conciertos no significaban entonces lo que el paso del tiempo después los transformaría, dicen que dice.
  Y dicen que dice que eran sólo eso: conciertos.
 Sacar la entrada, pasar un lindo momento, escuchar buena música. El tiempo lo ha convertido en lo que son ahora, y los ha mejorado para la memoria.
  Lo fuimos a visitar, para que el mismo nos cuente.
  Y Pechito nos cuenta, y ya por el final, nos muestra un as en la manga.
  Sonríe: un prestidigitador de sueños que quiere revelar su mejor truco.
  Nos invita a pasar a su búnker, un altillo en Palermo Viejo, sobre Honduras.
  Abre un cofrecito de plata, y extrae un par de entradas.
  Vuelve a sonreír.
  Esto si que será un mojón —nos dice—,  a esto no lo transfigurará el tiempo, ni el tiempo le dará carnadura de leyenda. Esto "ya" es la leyenda hoy, antes de que ocurra.
  Y nos muestra las entradas para el 4 de diciembre, en Velez Sarfield: Spinetta y las Bandas Eternas.
  Me quedo pensando en tanta gente que dice haber estado en donde nunca estuvo.
  Imagino aquel millón de personas que en una encuesta afirmó haber delirado con el "Adiós Sui Generis" que sólo albergó a 50000.
  O los miles que conocieron a Tanguito o charlaron con Luca en una mesa de bar.
  Sin contar, por supuesto, los asistentes a woodstock, que ya superan la cantidad de habitantes del mundo.
 Y pienso, también, que el concierto de Spinetta, con sus bandas eternas, es una buena oportunidad para aquellos que gustan de los Grandes Mitos.
  Sin dudas, habrá un antes y un después.
  Humildemente les aviso, antes de que suceda.
  Abrazo spinetteano.

viernes, 6 de noviembre de 2009

INSOMNIO


¿Por qué será que hoy no puedo dormir?
Tal vez por ese cuento que me ronda en la cabeza y que tengo desdibujado en mi cuaderno de anotaciones:
pulsión de sexo hacia la muerte, antagonismo fatal si se quiere, pero que logra acabar con el personaje con una puñalada de placer.
¡Veremos si sale!
Veremos...
¿Por qué no puedo dormir esta noche?
En la misma pregunta coexisten el dominio y la angustia.
La lucha del cuerpo contra el alma.
¿Coexisten dije?
Hmmmm.
¿Por qué no puedo dormir esta noche?
No por este áspero cabernet que regocija mi garganta y mi espíritu.
Es otra la nota, distinto el cansancio, sublime lo que el pensamiento arrastra y no dice.
Spinetteanamente me dejo llevar por un lirismo de palabras rotas. Al pedo, como toda esa sustancia que requiere su lugarcito en la realidad.
Torcidas frases, retorcidos sacramentos de lo que apenas se calla.
Yo.
Y no es dolor, ¿eh? Es instinto de la pulcritud y la sanidad que brota de esta angustia profana y perecedera.
Pero por qué será que mi ojo izquierdo rehusa elevarse más allá del dibujo de las cortinas del cuarto.
Miedo, tal vez.
Miedo a ese miedo que inmiscuye la soledad propia de este espejismo que bebe y no duerme y escribe porque no duerme.
Insomnio sin potestad. Apenas el reflejo al que me estoy acostumbrando.
Un traguito del Flichman, muchachos, que el mañana traerá también sus soles y sus grises.
¡Mal de muchos, consuelo de tontos!

lunes, 2 de noviembre de 2009

PA' QUE BAILE EL VECINDARIO


Dicen qué el Sergio y Miriam fueron a contar cuentos al barrio de la infancia de él (del Sergio).

Y dicen que dicen qué era sábado de tardecita, y llovian unos gotones que daban miedo, y que además los rayos caían como filo de cuchillo.

Dicen, también, que fue en la antigua sociedad de fomento o "Caja de Ayuda Mutua", actual Biblioteca Popular José Murillo.

Y cuentan las vecinas y los vecinos que asistieron esa noche que el Sergio creció mucho y que el tiempo pasa sin que uno se dé cuenta. Y que además la chica que contó con él era una "crack", y cosas por el estilo.

Lo cierto —y esto no lo dijo nadie porque nadie lo supo— es que el Sergio volvió a oler ese aroma a pasto verde y a potrero y que algo dentro de su pecho se desgarró. Lo verdadero, lo importante, es que los antiguos vecinos fueron a escuchar historias que ellos conocían bien porque allí habían sucedido, y se rieron con las ocurrencias de Miriam, y se emocionaron y festejaron.

La gente de la Biblio trabaja para que el barrio florezca y vuelva a tener identidad. Cuidan de los pibes, les enseñan fútbol y ajedrez, le dan apoyo escolar, talleres, y ya planean realizar bailes de carnaval, como antes. No es sólo una biblioteca, son un montón de corazones capaces de contener el vendaval que se venga, porque poseen ideales y los vuelcan en la realidad.

El sergio volvió a ver a Carlitos y a Norma y a Carmen y a un montón de gente, padres de "pibes" que, como él, ya no viven en el barrio. Y sintió ganas de remontar barriletes como antaño, o de llamar al Ruben o al Marcelo para ir a jugar a la pelota, o de pedirle a su viejo que lo disfrace de Batman y se fueran juntos por ahí, con la bici "Legnano" rodado veinte.

Y claro, por supuesto, se sintió cursi de pensar todo eso.

Pero le importó un carajo.

jueves, 29 de octubre de 2009

CITA A CIEGAS

La vi.
La vi desde la ventana opuesta del The Classic. Traía su clavel, como habíamos acordado. Encendía un cigarrillo y estaba maquillada como una muerta en un cajón, a punto de ser llevada a su morada eterna.
La vi. Cuarentona. Le dolían tanto esos cuarenta abriles que seguro acusaría treinta y pico, sin dar más precisiones.
Era aburrido.
La vi y supe que la vida no esconde sus crueldades sino que las exhibe impunemente, y las proclama a los cuatro vientos, sólo con un afán de burla.
La vi. El tiempo pasó su lija por la piel blanquísima, por las pestañas, por el pelo oxigenado y baqueteado.
La vi y me dio cierta pena ese Marlboro que se consumía entre sus dedos, ese polvo ruin de la oxidación del tiempo que provoca notorios desmanes.
La vi, sin que ella me viera, pero eso no impidió darme cuenta de que ella era yo.
También mi tiempo de metamorfosis me había alcanzado y había tocado fondo. También yo tenía ojeras violetas y humo en los pulmones y cascabeles horribles en el cerebro.
Sentí miedo de mí, sentí náuseas por mi cobardía. Creí que lo que ambos buscábamos no alcanzaría siquiera a enternecer el pasado.
Tiré mi clavel y ella deshojó el suyo.
Me fui sin que se diera cuenta.
Uno de los actos más lúcidos de mi vida.

sábado, 26 de septiembre de 2009

LA CHICA DEL ESPEJO


La chica que se mira en el espejo del baño del bar, esa que cepilla su pelo lacio y rojo, la que retoca su make up , muy pronto terminará su café, pondrá punto final a su charla, abrirá la puerta del Arrufat, y se marchará para siempre.
Al porteño más porteño de todos dejaron de dolerle estas cosas, hace mucho tiempo.
—Me estoy poniendo viejo —susurra.
Y tal vez tenga razón. Pero el dolor de la belleza que se va es sólo para los viejos.
Mirar las piernas de esa chica que jamás será nuestra es una dulce puñalada. Esos ojos que nunca se detendrán en los nuestros es un paso más hacia la muerte.
— ¿Te dás cuenta? —dice el porteño— ¡No hay derecho, Che!
Sí, no hay derecho ni revés, pero tanto el porteño como yo sabemos que la vida es un tobogán finito, de plaza chica, de estación de pueblo.
Me río, no puedo dejar de hacerlo, hasta la tristeza últimamente me da risa.
El tipo tiene razón. El se acostumbrará y yo me acostumbraré a este transitar entre las sombras, a este ruego entre penumbras. Hombres destinados a escribir lo que otros hombres viven, a contar las historias que otros hombres sueñan, nos hemos quedado solos, en esta mesa de café, tranquilos pero sin laureles, repletos de las acciones de los otros que llenarán nuestras palabras, nuestra pluma, pero nunca nuestras vidas.
El Porteño piensa. La chica, con sus ojos llorosos, vuelve a la mesa, le da un beso en la mejilla y lo dice:
— Adiós.
Después de una charla de una hora la palabra adiós suena como un disparo, como el sonido de un rifle en medio de la noche.
-— No sé, porteñito, la piba está buena, ¿viste? Pero si se quiere ir, ¿que podés hacer vos?
El porteño no me contesta, no sé si me oye, piensa, no sé si me ve, no sé si sabe que estoy ahí, testigo invisible y acaso inexistente. Él clava sus ojos en los ojos de la chica —Mariana se llama—  que lo mira sin lástima y con algo de resignación, que se marcha, y ya no volverá.
— A veces la belleza duele tanto, pibe.
Y sí, porteñito, te lo dije. A veces, y sobre todo cuando el tiempo va quemando nuestras naves últimas, y unas arrugas inesperadas surcan nuestra frente, a veces la belleza es ese barco que zarpa hacia un destino que ya no nos pertenece.
— Salud! a pesar de todo, Amigo, digo yo.
— Salud, dice el porteño, a mí, a él, a nadie.


la imagen fue sacada de http://www.escribirte.com.ar/

jueves, 27 de agosto de 2009

CRONICA DE UN DECIDOR

A veces se me hace que el tipo no puede con su egocentrismo, que no hay genuina bondad en sus actos, y mucho menos inocencia; que en verdad le importa puta mierda todo este rollo de la cultura y la intelectualidad de las cuales suele jactarse, y lo único que quiere es que suceda lo que sucedió: tener un cachito de notoriedad —esos quince minutos de fama warholianos— para olvidar que lleva una vida miserable y aburrida.
¿Será por eso qué Sergio cargó de libros su morral anacrónico, y junto a su mujer se fue a recorrer los cafés de la ciudad, para sorprender a desprevenidos parroquianos con pequeñas lecturas?
Ya sabemos, el tipo no sabe otra cosa que pasarse en los bares todo el día, garabateando servilletas de papel, y se conoce de memoria el sombrío semblante de aquellos que están dispuestos a que el día los arrebate de su ceguera cotidiana.
Por eso llegó temprano, pisó sobre seguro, y peló, y se mandó con Borges al frente y arremetió con Girondo y los dejó grogui con Juan Gelman.
Todos lo aplaudieron, algunos sin comprender.
Les explico.
Sergio formó parte de un grupo que conmemoró el día del lector, precisamente leyendo. Cuando llegó al segundo bar, ya había una periodista de Clarín y un fotógrafo. Entonces pensó en impresionar: traía consigo una primera edición de un poemario de Paquito Urondo, del sesenta y pico. Leer a un montonero en la ciudad de Macri hubiera sido un pequeño desafío. Pero no. Se dio cuenta de que no quería desafiar, sino disfrutar, y que el público disfrute también. Por eso se mandó con poesías metafísicas, con alguna inocentada de Galeano, con una oscura noche de la Pizarnik.
Ángela, esposa de nuestro amigo, ayudó, consiguió bares, repartió folletos, arengó.
Por la noche, exhaustos y felices, terminaron en The Classic bar, el boliche de Ariel, donde apareció Manu de la Serna con una chica, y se narró un flor de cuento como solo él sabe hacerlo, y se fue victoriado por toda la concurrencia.
Después brindaron con abundante cerveza, y sintieron un desahogo como de misión cumplida.
La foto es de diario Clarín

miércoles, 19 de agosto de 2009

CONFUSIONES

En el Arrufat te enterás de todo, nada escapa al oído atento de quien quiera escuchar, y cuando el Porteño más porteño de todos me lo contó, no pude menos que soltar la carcajada más sincera.
— Hijo de puta, vos te reís porque no te pasó a vos —me dijo con su mirada más sobradora.
Y entonces sí, ahí nos reímos los dos.
Imaginate —me contó el Porteño— yo tengo experiencia con minas, pero esto nunca, te lo juro...
— Para todo hay una primera vez —le murmuré con sorna— y me volví a reír.
Resulta que el tipo conoció a la minita en esos boliches para gente de más de treinta y cinco. Él la invitó a la barra y se tomó unos cuantos destornilladores, que es lo que beben los hombres de su edad. La mina, cuarentona como él, arrancó con guindado y siguió con margaritas. Pero ya entrada la madrugada se clavó un Séptimo Regimiento tan ochentoso como el halo bizarro que parecía rodear todo el lugar.
Vivía por Almagro, y el porteño la llevó en su Chevrolet 54.
El alcohol exaltó las pasiones, como debe de ser, y el Porteño detuvo el auto en varias esquinas solitarias. Los vidrios se empañaron, un bolerito anacrónico y empalagoso sonó en el estéreo, las manos perdidas en los deleites del amor. Pero nada. Al parecer la minita quería hacer las cosas cómodamente.
—Aquí no, llevame al departamento —le dijo todas esas veces.
Llegaron. La mina vivía en un segundo piso, sin ascensor. Subieron las escalera, y en el rellano el tipo la arrinconó y entonces sucedió una eternidad de besos, de mordiscos, de caricias, de susurros entrecortados. Entraron, les costó un montón meter la llave en la cerradura, y cuando el Porteño más porteño de todos la tomó por detrás y la levantó en sus brazos con las mejores intenciones, ella lo rechazó.
—¿Con quién me confundís?  —le dijo
El tipo quedó perplejo unos segundos, la depositó sobre el piso, no entendía, pensó en una broma, en el burbujeo embriagador de los tragos. Pero la mina le pidió que se fuera.
El Porteño más porteño de todos partió de inmediato, montó en su Chevrolet 54, llegó a su casa de Palermo, y se pegó una ducha fría.

Cuando terminó de contarme y de reírnos un buen rato, el tipo me preguntó si yo me animaba a escribir algo sobre el tema.
—No te prometo nada —le mentí.
Apenas se fue, saqué mi Parker y tomé una servilleta.
Espero que les guste.


Él la alzó
no era un sueño
la levantó sobre sí
aferrados los muslos de ella entre sus manos
bandera enarbolada con gestos del deseo
para que su perfume penetre el puente de sus besos
y desde arriba
aferrada ella
domada ella por sus manos feroces
lo abrazó y su pelo de miel oscuro sobre
su boca
sobre su cara como un juego
y aquellos pies descalzos y
aquel perfume de súbita dulzura
el sabor de sus pechos en su boca
en ese letargo con duración de eternidad
Él la sostubo
en ese tiempo que no cesa nunca
él la acarició y ella en el abrazo
inclinó su cabeza
se aferró a su misterio
a sus años de seducir continuo
y no pudo o no supo
que aquella sería la
medida y
que el beso final no llegaría
hundida como era
Él la sostuvo un rato
nada más que un momento
y después en el velo cotidiano
aquellas desnudeces poblarían sus sueños
sus encantos

y sería sólo eso
y nada más que eso

la imagen es de redgestoresculturalesvalle.blogspot.com/2008_...

domingo, 16 de agosto de 2009

TRINCHERAS

Cómo ese derecho que tiene uno a ser despiadado consigo mismo aparece de pronto, y se instala magicamente en este teclado, igual que si un espíritu loco lo hubiera convocado.
Qué paradoja demencial, ¿no? ser yo el que me condene, el que me plagie la propia tristeza.
Quisiera volver a las antiguas historias irónicas, postear aquellas desnudeces vanas, descarnadas de toda carnadura, con aparente liviandad y fragilidad.
Pero no.
Y me da risa, y la risa me toma de sorpresa y me obliga a indagar en ese espejo quebrado y brumoso.
Entonces surge este vómito de palabras sueltas, esta sensación de saltos al vacío, de delirios improvisados porque sí, y ni yo me lo creo.
¿Cómo aprehender todo de nuevo?
¿Cómo desenterrar del pasado el motorcito de la pasión?
Mirando caras en el subterráneo, estación Malavia y olor a fritanga clandestina, todo hace pensar en el suicidio colectivo y cotidiano, ese meter la pata a contrareloj y a contracuenta.
No sirve, me digo. Y tampoco me lo creo.
Soy un apóstata, un paria, menos que nada.
Hoy caminé, caminé por este barrio de la Recoleta que pretende no ser parte de esta Argentina pobre y despiadada. Un barrio que esconde su identidad detrás de un campo lleno de muertos, de ilustres apellidos con nombres de calles, de árboles genealógicos orgullosos de frondosidad.
Quisiera entonces reirme, ser irónico otra vez, largar una bofetada que pegue duro en el rostro de la muerte. Y no, me sale nada más que este palabrerío que no dice nada, este hueco de frases vacías, este vómito que no me ahorro porque en el fondo soy un cagón que no quiere morir atragantado.
Perdonen ustedes a este miserable escudado en una heroica cobardía.
¿Heroica, dije?. ¡Canalla!
No se puede ser tan egocéntrico. No se puede ser tan egoísta atrincherado en esta especie de mentira, enarbolando mi bandera blanca.
¡No disparen!
Salgo ya mismo con las manos en alto y entrego este botín de vanidad
Está en ustedes despreciarlo.






La imagen fue sacada de
Oleo "Antes de la Batalla" de Miguel Oscar Menassa

lunes, 29 de junio de 2009

MAÑANA EN EL ARRUFAT (lunes, luego del escrutinio)

Cae copiosa la lluvia, y aunque la definición no deje de rondar el lugar común, tampoco deja de ser exacta.
Las vidrieras del Arrufat son testigos de una avenida Santa Fe de lunes, que como todos los lunes, se ufana de trascender melancolías.
Tengo un dolor en la muñeca, escribo en las servilletitas del café y recuerdo tiempos mejores:añoranzas que se mezclan con el clamor de los sueños y libran sus batallas en la boca del estómago.
Hay un ser -siempre lo hay- una forma novelesca, concreta e impura que funde un pensamiento antiguo con esta lluvia flamante. La referencia climática acude a mí como un simulacro de cosas sueltas.
Puro cliché de tipo aburrido que apura su cortado.
Lunes. Lunes.
Hemos sobrevivido a casi todo. El invierno trajo sus pestes nuevas, importadas, pero no deja de sonar lindo el repiqueteo de esta lluvia contra los baldosones mugrientos. El apego a ciertas normas de conducta, a un espantapájaros que fuma en la puerta del Banco Francés, sonriente y desdichado, cadete de oficina.
Ahora el sonido es rítmico: una música que golpea y le da entidad a esta época del año. ¡Qué tonto! Iba a decir carnadura, pero la sustancia de que está hecho este momento es del todo inasible. Persiste, sí, y coexiste también con la expresión corporal que se manifiesta en la humedad, en el dulce dejarse estar escribiendo, en mi mujer y mi hija que aun duermen en una cama caliente a metros de este bar.
Parece mentira, pero la acechanza del silencio torna lúgubres hasta mis propias palabras. Es como buscar una explicación precisamente allí, donde las explicaciones no sobran. Me abstengo. No deseo confrontar conmigo mismo. No quiero que esto se convierta en el soliloquio de un loco. Me duele la muñeca. Me duele. ¿Dónde me quedé? No importa. Importa sí llenar el espacio. Saturar de palabras. Silencio. Silencio. ¿Esto tiene qué ver con la votación de ayer? Tal vez. Todo tiene que ver: la derrota de Kirchner y la caída de la lluvia, el dolor en la muñeca, la mañana que se abre con un silencio mojado. Todo eso va tejiendo su interacción y va formando esto que puedo llamar "la realidad".
¿Inexplicable, verdad?
Digo, inexplicable saber que una cosa tan insípida como la votación de ayer ha dejado en mí un vacío de casa abandonada. Observo como los ciclos se cumplen. Recuerdo el discurso de Fidel en la explanada y veo el nuevo boliche del Pro, sus trajes carísimos, su cinismo patriotero. ¿Tendrá relación?. No se... La mañana huye, el cortado se acaba.
Ya es hora de dar vuelta la página.

la imagen es de Gente Gótica

lunes, 22 de junio de 2009

LAS BEBOTAS

 — Para un tipo de cincuenta y pico nosotras somos unas bebotas  —le dice Julia a Perla y a Lorena, mientras se miran en el espejo de la sala.
An sonríe y me guiña un ojo. Las observa:
cuarentonas ellas, separadas las tres y ¡ay! con esa juventud que les sobrevive en el alma, pero se les escurre del cuerpo.
Augusto Azcuénaga Echagüe, amigo de An, empresario cincuentón, organizó una fiesta el domingo, en su campo de San Pedro, para celebrar el día de la bandera.
Augusto es patriota, bonachón y, aunque parezca mentira, peronista.
— Venite con quien quieras —le dijo a An, y ella invitó a las bebotas.
Tendrían que haberlas visto a las tres, con sus cabecitas rubias, oxigenadas. Con las pieles lánguidas por culpa de la dieta, ansiosas, neuróticas, fumando a rabiar, intentando que el espejo devuelva una imagen imposible.
Días antes, ellas se asomaron a la cuenta Facebook del tipo, y se metieron en sus álbumes de fotos. Admiraron allí el campo de San Pedro con su sembradío de soja y la enorme caballeriza. Pero también la casa en el country de Tortugas y el piso de Belgrano, frente a las Barrancas.
Aunque lo que más las atrapó del tipo fue su pose de ganador: traje Armani, sonrisa sobradora, blanca y abundante cabellera.
La fiesta en el campo se largó a eso del mediodía.
An las presentó a Augusto y ellas quedaron extasiadas. Sofía, la hija del anfitrión, las relojeó con ironía.
Muchos invitados. Asadito criollo, vino, cuerpo de baile para entretener a los presentes y por la tarde jineteada.
Frío a morir.
Ya entrada la noche, Augusto reunió a todos en un escenario improvisado. Tomó el micrófono e hizo el anuncio:
—Vení Brenda —dijo con una sonrisa.
Y Brenda apareció, y el mundo dejó de existir: Alta, rubia natural, joven, soberbia bajo la luz de las primeras estrellas.
Él la tomó de la mano y oficializó el noviazgo con la mejor amiga de su hija.
Después hubo aplausos, gritos de alegría, fuegos artificiales preparados para la ocasión, y comenzó a sonar, como en un dulce sueño, What a Wonderful World.
An sintió, en ese momento, las miradas de las bebotas clavadas en su espalda, y un intenso calor le abrazó el rostro.
Desde ese día, ni Juli ni Perla ni Lorena volvieron a dirigirle la palabra.


La imagen es "Mujer frente al Espejo" de Chanlatte

jueves, 11 de junio de 2009

JUANITA Y EL GURÚ




— Uno debiera dejarse de joder y mirar para dentro.
La frase, dicha por Juanita Alzaga de Pineda en las terrazas del Buenos Aires Design, adquiere cierta pátina de irrealidad.
Claro que en este sitio todo asemeja a la escenografía de un teatro inmenso, y nada parece existir verdadaderamente. Nada. Ni el aire dulzón —remplazado por la mezcla arrolladora de los Very Irresistible-Givenchy y Kenzo Amour— ni el Hard Rock Café, y mucho menos el cementerio de la Recoleta donde miles de muertos ilustres duermen el sueño de los justos
— Mirar hacia adentro, y después ¿qué? —pregunta An, mi mujer, bebiendo un sorbo de su margarita .
Juanita no sabe, no contesta, o ya no le importa tanto.
Triste destino, a veces, el de los humanos que no encuentran lo que añoran.
Por eso Juanita, amiga de An, se fue en busca de sí misma.
Y se fue por allí, salió a buscarse.
Gran paradoja.
La mina se fue de sí para poder encontrarse, y así transitó cursos de Tai Chi, Yoga, Feng Shui y demás yerbas con prestigio oriental, pero practicadas en locales del Soho y en los bosques de Palermo.
Un día Juanita se hartó de Juanita, y de todo. Entonces calzó jogging Adidas, momtó su BMW rojo, descapotable, apagó el Nokia última generación y ahí se fue a estilizar el alma, como ella dice.
Pero pagó con el cuerpo. O mejor dicho, le entregó su cuerpo de diosa al chino de la técnica de sexo tántrico de la calle Honduras. Ambos se encierran fines de semana enteritos,  y ella emerge cada lunes con ese brillo inusual, insolente, desprejuiciado en sus pupilas azules.
Ahora abrieron empresa de ayuda ESPIRITUAL. Ella maneja la caja y el chinito hace lo suyo con otras chicas. Pero a Juanita no le importa, y tampoco le importarán otras cosas mientras la cuenta bancaria se engrose con esos billetes de todos los colores y de todas las latitudes.
An dice que la escucha y no lo puede creer:
—Parecés otra —le dice
— Soy otra, ¿no te das cuenta?
Juanita, puro corazón, se está por ir con el chino al Machu Pichu. Organizaron una excursión para limpiar el espíritu y escapar de esta sociedad desalmada y materialista.
— Imaginate, yo sola con el chino —le confiesa entre risas—. Si hasta rentamos un charter de novela y todo. Pero después allá se nos termina la joda, nena, caminamos como cuatro días por las ruinas, ¿qué loco, no?
An se encogió de hombros, sin saber que contestar.

sábado, 23 de mayo de 2009

VENDRÁ LA MUERTE Y TENDRÁ TUS OJOS

Me dí una vuelta por el blog Soledad Entretenida, de Maritornes http://soledadentretenida.blogspot.com/  —uno de los mejores del universo virtual, les garantizo— y me encontré con este poema de Cesar Pavese.
Recordé cierto episodio de mi infancia, que ya creía ingenuamente olvidado, pero que sin embargo persiste aún en la recóndita oscuridad de mi alma, y de mi memoria.
Marina se llamaba, y era dulce y morena, y vivía a la vuelta de casa.
Tenía unos ojos negros como no he vuelto a ver.
Ella andaría por los quince y yo era apenas un pibito que fatigaba la manzana con mi primera bici sin rueditas.
La miraba.
La miraba siempre, no podía dejar de hacerlo: el pelo largo, la palidez en el rostro, y esa sonrisa  que me dedicaba cada vez que me veía doblar.
Por las mañanas, en verano, montaba mi rodado veinte roja y mi corazón latía con fuerza sólo de admirarla asomada en la ventana.
Hasta que un día ya no estuvo, y al otro tampoco, y nunca más volví a verla.
"Leucemia" fue la palabra que empleó —entre lágrimas— mi madre cuando pregunté.  Y después llegó el día aquel de los coches negros, esa mañana de la llovizna y las coronas en la puerta de su casa.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos...
Como diría don Julio Cortazar, dan ganas de llorar, pero de pura tristeza.



Vendrá la muerte y tendrá tus ojos;
esta muerte que nos acompaña
de la mañana a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un vicio absurdo. Tus ojos
serán una palabra vana,
un grito callado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando te doblas sobre ti misma
en el espejo. Oh, amada esperanza,
ese día también nosotros sabremos
que eres la vida y eres la nada.
La muerte tiene una mirada para todos.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como abandonar un vicio,
como ver en el espejo
surgir un rostro muerto,
como escuchar un labio cerrado.
Descenderemos en el abismo, mudos.
Traducción: Laura Zorrilla

sábado, 16 de mayo de 2009

¡ LUISITO, NOMÁS !

Cuando a través de la ventanilla del bondi vi el afiche de Luis Zamora, candidato a legislador, no pude menos que insinuar una involuntaria sonrisa.
Otra vez Luisito —Pensé.
Desde que la democracia volvió a nuestro atribulado y pisoteado país, Zamora se postuló a diputaciones, senadurías, cuando no a ocupar el mismísimo sillón presidencial de don Bernardino.
Recuerdo aquellos primeros tiempos de libertades renacientes, de picantes putedas en televisión y pletóricos culos desnudos en portadas de revistas. Recuerdo una especie de seudo destape ochentoso con minas mostrando tetas al rolete, con políticos de cara lavada, y aquella nostálgica avidez de votar de una vez por todas y cambiar, si no ya el mundo, nuestro rinconcito querido de patria.
Y ahí estaba ya, Luis Zamora, con sus postulaciones entusiastas.
Acabada una elección, yo lo buscaba siempre en la lista de cómputos finales y su partido nunca aparecía.
Miraba los porcentajes, que invariablemente primereaban el peronismo y el radicalismo, pero el partido de Luis se aglutinaba, con sus pares pequeños, en una cifra exigua bajo la categoría "otros".
Aunque sí fue creciendo poco a poco. Después de un tiempo ganó una diputación, también un prestigio, y sobre todo un halo de honestidad pública que ninguno pudo empardar.
El tipo renunció a dietas, sueldos, jubilaciones de privilegio, y se lo pudo ver colgado del pasamanos del 60 como a cualquier hijo de vecino.
Cuando la crisis del 2001 y el "que se vayan todos" le trajo la oportunidad de construir una fuerza poderosa y alternativa, la desechó. Nunca supe si fue por pereza, inocencia, o tal vez impericia. El tren pasó por su estación una sola vez y ya no volverá.
¡Una lástima!
Lo único que sí sé es que en aquella Plaza de Mayo de principios de década, cuando el cobarde de De la Rua huyó por los techos de la Rosada como un chorro cualquiera, en aquella soleada y triste tarde de tantos muertos y sueños perdidos, hubo un solo político que se interpuso entre la gente y las patas feroces de los caballos, entre la muchedumbre y los bastones rabiosos de la infantería. Y ese político no fue ni Carrió ni Cristina ni Cobos ni de Narváez ni Solá ni Macri ni Kirchner ni Bullrrich ni tantos de los que hoy mendigan votos en los programas de televisión.
¿Quién fue entonces, señores?
Sí, adivinaron: Luisito Zamora.
Mientras el radicalismo se batía en retirada y el peronismo ansioso se frotaba las manos, Luis Zamora compartió la desgracia de aquellas jornadas con la gente.
Y, evocando esos días tan duros, me vienen unas ganas tremendas de votarlo, para que no se sienta tan solo en la derrota.

sábado, 9 de mayo de 2009

BOLUDECES, COMO SIEMPRE

Para mi amigo Hernán

Y sí. Reencontrarme con mi amigo Ernesto iba a ser una fiesta para el alma.
Después de algunos reveses en el campo de los afectos, volverlo a ver despertaría infinitos recuerdos, anécdotas varias, peripecias del pasado y de la juventud.
Para definir a Ernesto tengo que usar un lugar común: soltero empedernido.
Hijo único pero no malcriado, lo último que supe de él es que vivía con sus padres en una casona de Vicente López.
Revolví cajones y papeles y dí con su celular, y lo cité en el Arrufat, mi querido refugio.
Mucho tenía para contarle. Sobre todo de mis crisis existenciales y de mi perplejidad ante las grandes preguntas humanísticas que buscan un sentido para el hombre.
Quería contarle de este blog que mantengo, del premio de cuentos que gané, del vacío de la hoja en blanco y de la angustia que genera observarse frente a una superficie inmaculada que espera un destello de genialidad. Pretendía mostrarle a Ernesto mi evolución, la inteligencia que me había deparado el cultivo de un pensamiento crítico, los debates filosóficos que a menudo realizaba en el bar Baudelaire. Esas búsquedas de verdades absolutas que sólo tenían respuesta en el plano metafísico. Esas verdades esquivas que tratábamos de descifrar en las charlas de café de los viernes con aquellos amigos que carecían de todo lo trivial.
Todo eso quería contarle.
Y sí. Ernesto llegó al Arrufat con su mirada luminosa de siempre, con aquella alegría que le conocía muy bien,  y con una barba candado que era de este nuevo tiempo.
Estábamos contentos de vernos. Nos abrazamos y nos pedimos las primeras birras.
Ya a la cuarta Quilmes me contó.
Me lo contó de la misma manera que me preguntó por mi hija: con una expresión de paz, con un gesto bonachón, tan característico en él.
Me dijo que sus padres habían muerto a finales del año pasado, con pocos meses de diferencia. Primero el padre por una enfermedad terminal,  y luego la madre acuciada por la pena.
Me contó que de pronto, y en poco tiempo, se quedó absolutamente solo.
Estuvo acompañándolos hasta el final, primero a uno y después a otro.
Luego, cuando ocurrió lo que ocurrió, vio como la casa se agrandaba y se silenciaba y se convertía en otra. Recordó los juegos de infancia y los barriletes que remontaba con su padre. Los bailes de la adolescencia en la terraza y a su madre preparando bizcochuelo.
Tomó, dice que tomó mucho. Dice que coló pastillas de todos los colores y de todos los tamaños. Y que pataleó, y que lloró contra la reputísima vida y contra la archireputísima muerte.
Pero salió, porque todo debía continuar, y a pesar de las pálidas él necesitaba del humor y de la alegría.
Todo esto me contó: sin énfasis, con su mirada pacífica de los mejores días, con una sonrisa en la cara por el gozo de habernos encontrado.
—Y vos en qué andás  —me preguntó, mientras me guiñaba el ojo por sobre el vaso repleto de espuma.
—¿Yo? —contesté, buscando encontrar las palabras adecuadas— Yo, nada... en boludeces, como siempre.

jueves, 30 de abril de 2009

DE AMBAR

El porteño más porteño de todos, ese que bebe litros de café y observa la calle desde la ventana de un bar.
El porteñísimo que guarda en su DNI la foto vieja de los años de plomo (campera de corderoy y bufanda hasta el piso).
Ese tipo de los sueños azules, de las estaciones donde la palabra silencia aquello que dice.
Ese tipo me regaló este poema de sus años mozos. Un poema de cuando estaba todo por hacerse. Todo lo que después nunca se hizo.


DE ÁMBAR

De ámbar dibujados
en Politeama, un café,
un cigarrillo, una sombra.
De ámbar esa piedra que colgaba
de la lluvia, un Jockey Club maquillado
de tus letras,
del adiós de tus letras inventadas
en paquetes de cigarrillos
abiertos una tarde cualquiera
pero no tan cualquiera.
De ámbar el color del silencio,
la levedad de tus ojos encendidos,
el encuentro fugaz
de las pieles ocultas.
De ámbar la poesía que te dije al oído
—tus manos apretadas,
serenas, con las mías—
en el denso paisaje del verano y la siesta.

lunes, 27 de abril de 2009

CUENTOS EN ZAGALA

Tendrían que haberlo visto a Sergio el otro día.
Se tomó el bondi 161 y regresó a sus pagos de infancia, a Villa Zagala, al conurbano bonaerense, para contar cuentos para ancianos y niños.
Y contó.
Contó con el corazón en la boca, que es la manera en la que hay que contar.
Le juntaron los viejos del patronato con los pibes de la villa que van a hacer los deberes.
Y contó para ellos.
Contó para ellos y además para las asistentes sociales —que no le dieron pelota— y para los maestros y las enfermeras y para las mucamas. Y por una larga hora todo pareció de fiesta.
Y le dolió un poco también, porque volver le duele a cualquiera.
Volver para contar.
Había viejitos en sillas de ruedas y viejitas con bastones blancos y pibes de no más de diez años que ya tienen tajos en la mirada.
Y Sergio ahí, con nada más que sus cuentos y la jarra de agua y un ramo de fresias que le pusieron sobre la mesita de madera.
Y Sergio contó, y evocó,  y lloró, y se rió, y las historias iban y venían como traídas por los vientos del recuerdo, danzaban sobre la atmósfera del teatro improvisado y más allá también, sobre el parque que aglutinaba el complejo de patronatos.
Cuando terminó de contar le regalaron un platito que hacen en los talleres y le pidieron que regrese.
Y Sergio, aunque le duela, juró que lo hará pronto.

miércoles, 4 de marzo de 2009

BORGESITO... ese amigo del alma.

Esta mañana, como cada vez que llueve, me hice una escapada hasta el "Arrufat", para ver si se me ocurría algo para publicar en el blog.
En la mesa que da a la ochava de Anchorena y Santa Fe me lo encontré a Sergio. Charlaba animadamente con su amigo invisible.
A fuerza de perder a los carnales, Sergio se inventó uno de aire.
Se sientan juntos siempre, en el mismo sitio, y él paga la consumición de los dos.
Se los ha visto discutir acaloradamente: Sergio realiza ademanes gigantes y alza la voz más allá de lo discreto y termina yéndose del boliche dando un portazo. Otras veces hablan bajito, como contándose secretos, y se ríen los dos con picardía.
Angelito, uno de los mozos, me explicó que el amigo invisible de Sergio tiene gustos refinados, pero carácter caprichoso: se pide un capuchino Arrufat que vale como cincuenta mangos, pero luego ni siquiera lo prueba.
—Total, él nunca se hace cargo de la cuenta  —explica entre risas.
Angelito dice que el otro día una señora retiró la silla que —por supuesto— pretendía vacía,  y entonces ardió Troya: Sergio empalideció, se puso blanco como el azúcar, pero sacó fuerzas de donde no tenía y lo mínimo que le gritó fue bruja.
imaginate  — me contó Angelito—  hubo que convencerla para que no llamara a la policía. ¡Flor de quilombo!
Flor de quilombo, sí.
Sergio giró la cabeza y entonces me vió, me hizo una seña para que compartiéramos la mesa los tres.
Angelito se sonrió, y continuó con su trabajo.
Yo me acerqué, no sin cierta aprensión.
Apenas me senté me tiró la frase de siempre:
— No puedo escribir, Pechito, no puedo.
— Bueno —le dije— eso pasa a veces.
Acá Borgesito dice que es porque soy medio obsesivo —me contestó , mientras señalaba la silla vacía que estaba entre nosotros— , ¿a vos te parece? .
— ¡Ah...Borgesito... sí!  —le dije, y el calor trepó por mi cara.
Entonces me contó que entablaron una amistad de esas que no se empardan. Me dijo que un día él estaba escribiendo en esta misma mesa, y Borgesito se sentó por las de él, sin que nadie lo invitara. Al principio a Sergio le molestó semejante intromisión, y pensó en echarlo a patadas y golpes de puño. Pero luego percibió en el nuevo amigo una inteligencia clara y una sensibilidad calurosa. Al rato ya estaban discutiendo de política, de música y de literatura.
Sabés cual es el verdadero problema, Pechito —dice Sergio, en tono melancólico—; qué él es de River y yo soy de Boca, ¿te das cuenta?. No podemos ir juntos a la cancha.
Le dije que me hacía cargo de la situación, que comprendía, pero que esta vez me dejara pagar la cuenta a mí.
Me levanté, le di un abrazo a Sergio,  y le hice una amable reverencia a Borgesito, sintiéndome el tipo más pelotudo del mundo.
la imagen es de www.tintorerialaciana.com

sábado, 28 de febrero de 2009

DANILO

Desde que Danilo se vino a vivir al edificio las cosas cambiaron mucho.
Bah! No es que se haya venido a vivir así, de una manera formal.
No.
Apareció el sábado pasado, el día de la tormenta, mojado y muerto de frío, con los pelos parados y temblando, y se instaló nomas, sin pedir permiso y sin anunciarse, en la mismísima entrada.
Y ahí se quedó.
Porque Danilo —cómo ustedes se darán cuenta—vive puertas para afuera, bajo el techito acogedor del balcón del primer piso.
Al principio las señoras le encomendaron a Paco, el portero, que se encargara del asunto. Pero Paco se negó de manera rotunda. Argumentó que esos menesteres no se encuadraban en sus funciones específicas. Después me confesó que le daba pena manguerearlo de lo lindo para que se fuera, como le habían sugerido.
Y encima es mansito, ni siquiera ladra, mire —me dijo, y aprovechó la ocasión para manguearme un cigarrillo.
El problema son las pulgas, vea usted —me explicó la vieja del 3º C, mientras se rascaba a diestra y siniestra.
Creo que la miré con asco, porque me dio vuelta la cara y se fue sin saludar.
Se realizó de urgencia una reunión de consorcio: hubo discursos, discusiones, insultos, risas y hasta alguna lágrima furtiva.
Las viejas terciaron que ni para guardián servía el pobre.
Salí a fumar para despejarme un poco,  y Danilo, desde el piso, me miró con sus ojos aburridos.
—Ladrá —Le ordené
Siguió mirándome, como si nada.
—Ladrá, carajo.
Me ignoró por completo, metió la cabeza entre la cola y se quedó dormido.
Al final la mayoría se apiadó y votó que se quedara.
Le compramos una correa y un collar. Se organizaron turnos para bañarlo, pasearlo y darle de comer. El viernes lo llevamos al veterinario, le pusimos todas las vacunas, le cortamos el pelo y la cogotuda del 9ºA le tiró encima un Carolina Herrera que vale como mil mangos.
Hoy, cuando vino el cartero, se mandó dos o tres ladridos fuertes y el tipo salió corriendo.
También se paró en dos patas para sostrener la puerta cuando salió la vieja del décimo.
Yo me sentí orgulloso, y no supe por qué.
Noté que Paco, el portero, lo empezó a mirar con cierta aprensión.
Me parece que le entró miedo de que lo rajen.

jueves, 26 de febrero de 2009

DESATORMENTANDONOS


A veces un blog limita. Si quiero contar una historia debo andar por sus laberintos, adentrarme en la complejidad de los personajes, darles la carnadura (¡cómo me gusta esa palabra!) que se merecen.

A veces creo que en El Lápiz Porteño sólo puedo realizar pinturas, un recorte de la realidad o la fantasía. Pero siempre un recorte, una porción vana e inútil. Esto me sucede a mí, tal vez porque no puedo permitirme "desalmar" cierta patina de prejuicio frente a ciertas cosas.

Estuve tentado en no publicar este posteo. Pero a la vez es un estado de ánimo que quiero dar a conocer, aunque a nadie le importe. Porque, después de todo, quién carajo es uno en este universo de hechos y contrahechos.

Creo que he querido desahogarme. No sé si es lícito hacerlo aquí. Se supone que uno debe guardar ciertas formas, cierta lógica de blogger.

Hay un disco de Pescado Rabioso que se llamó DESATORMENTANDONOS. Pues bien, spinetteano título, hoy intento que mi tormenta descargue sus rayos cósmicos, su agua eléctrica, y el cielo se abra... ¿para qué?. No sé. Tal vez para volver a nublarse.
la imágen es la del disco de Pescado Rabioso "Desatormentándonos"

martes, 17 de febrero de 2009

LOS POETAS NO SE SUICIDAN

A veces uno está a la espera del milagro. No me refiero a su costado mágico en este caso, aunque la magia existe desde ya, sino no existiría la literatura ni la música ni ninguna de las artes.

Un cuento me está rondando la cabeza por estos días. Una historia que me obsesiona y que es ardua y compleja para plasmar en un papel o en un blog.

Poseo las ganas suficientes, pero carezco de recursos para hacerlo.

Sin embargo lo intento.

Quiero escribir acerca de las últimas jornadas del poeta Federico Fréderes, quien jamás escribió una sola línea, pero que para aquellos que lo conocimos -hablo en sentido figurado, por supuesto, porque tal cosa para un tipo común era harto imposible- representaba el paradigma de que el hombre puede hacer de sí mismo un hecho poético sin haber bosquejado jamás un solo verso.

Cuando Federico decidió pasar a mejor vida por su propia voluntad, yo no contaba treinta años y él los superaba largamente. Yo no era poeta pero, paradojicamente, estaba por largar mi primer libro de poesías: Aguas Servidas.

Digo bien cuando digo que yo no era poeta. Versificaba solamente, pero todos sabemos que eso no hace a un poeta.

Ese pequeño, ingenuo, vanidoso e indulgente engendro de mis días de juventud anda por ahí, muerto de risa, en los anaqueles de mi biblioteca, junto al de otros apellidos muchos más ilustres.

¡Qué desfachatez!

También está en la de algunos buenos amigos y otros desconocidos a los que pido disculpas.

Sin embargo, en el incluí este poema que posteo ahora y que refleja en parte algunas vicisitudes del espíritu atormentado de Federico Fréderes.

En homenaje a esos poetas de verdad, que salen a buscar palabras más allá de sí mismos y no necesitan dejar testimonio de nada ni de nadie.



LOS POETAS NO SE SUICIDAN


Los poetas no se suicidan

se pierden y se encuentran en los astros,

en su pantalla cósmica vigilan

los secretos del verano.


Auguran buen invierno en el invierno

entretejen palabras sin palabras

entre planetas, planetoides y asteroides

y una lágrima mía...


Delirios - delirantes - delirados

solos - fríos - sorprendidos.

Todo lo que vos quieras

y algo más,

pero los poetas no se suicidan


se van...

viernes, 30 de enero de 2009

FACEBOOK (o el viaje al fin de los tiempos)

Desde que su amiga Isabel anda gozando dichosamente los soles del Brasil, An se siente un poco perdida. Deambula a solas por la ciudad sola, mirando vidrieras repletas de vestidos impagables, de zapatos que se subastan al precio de piedras preciosas.
An se aburre aplicadamente, cognitivamente.
Recorre los bares de la placita Cortazar a sabiendas del vacío existencial. Se toma unos chops espumosos con un dejo de ruptura en el alma, con algo que intenta que no se note, pero que se escapa por todos lados.
Ella —igual que todos— es ahora miembro de la comunidad Facebook: la gran romería cuya divinidad está en todos lados y en ninguna parte.
¿Cómo explicarlo?
A ver...
Facebook es un lugar (hay que llamarlo de alguna manera) donde el pasado se superpone con el presente y todo se confunde y ya nada es lo que parece, o lo que debiera ser.
Allí, de golpe, pueden aparecer los amigos de tu infancia para demostrarte —por si hiciera falta— que el tiempo existe verdaderamente y no es una paparruchada de la filosofía.
A través de esa red, An se reencontró con sus antiguas condiscípulas del Misericordia de Belgrano, y organizaron una cena de aquellas y recordaron viejas épocas y fue, de pronto, y sin que ninguna de ellas lo haya premeditado, como si el mundo hubiera regresado a sus orígenes.
Ahora mismo andan chateando, felices de la vida, en esa moderna Babilonia virtual donde nadie sabe quién es quién, pero en la cual todos actúan como si se conocieran de toda la vida.
Yo también -debo admitirlo- pertenezco a la comunidad Facebook, y ahora tengo miedo.
Mucho miedo.
Es que me he dado cuenta de que todos hemos caído en una trampa mortal de la cual no existe escapatoria. En realidad lo descubrí anoche, por culpa de un sueño, y hoy sé que ya no tengo salida.
En el sueño yo me encontraba frente al monitor de la pc, cuando de repente, como emergiendo desde adentro de ese reino vasto y efímero, comenzó a aparecer gente en la pantalla. Eran innumerables como hormigas y trataban de atravesar el vidrio valiéndose de sus brazos y sus piernas. Retrocedí horrorizado. En un momento lograron atravesar la pantalla y adquirieron carnadura propia, penetraron en la sala y caminaron hacia mí.
Me estremecí.
Mi terror se acrecentó cuando me dí cuenta que se trataba de gente muerta. Parecían esos zombies de las películas de Romero: deformes, podridos, vacíos, grotescos, amenazantes. Miles y miles de cadáveres andantes avanzando hacia mí con sus brazos extendidos, con sus muecas torcidas y sus ojos tenebrosos.
Desperté bañado en sudor, en medio de la oscuridad. Y ahí entendí.
Me reí con ganas. Fue como haber alcanzado un nirvana ordinario, una revelación de entre casa.
Me imaginé a mi mismo en el sueño de otro, con mis cuencas vacías, con mi hedor de cadáver ambulante atravesando un monitor cualquiera para poder percibir -en el otro- el mismo desconcierto, el mismo inesperado estupor.
Pensé en los miles de fantasmas que dejamos atrás, y que hemos olvidado y que sin embargo...
Pensé en el fantasma que seré para alguien y todavía no lo sé.
Hoy por la mañana, después del desayuno, abrí mi cuenta de Facebook, vi las fotos de mis casi doscientos amigos virtuales y recordé entonces aquel maravilloso cuento de Borges: EL ALEPH. Imaginé aquel punto fantástico del cuento, donde cabía el universo entero.
Y me dije que hoy, más que nunca, la realidad supera la ficción.

miércoles, 28 de enero de 2009

ESPEJOS ROTOS

La última vez que Sergio visitó la casa de su amiga Geraldina rompió sin querer un espejo de pared. El vidrio se astilló de lado a lado, dejando una fina cicatriz como línea divisoria.
Después de ese episodio nunca más regresó.
A partir de aquel día la amistad de más de veinte años que los unía comenzó a sucumbir, cadenciosa, triste, lenta y empinadamente. Esa amistad, que en un momento parecía indestructible y perfecta, languideció sin sufrimiento alguno, hasta que dejó de existir definitivamente sin que mediaran despedidas, palabras o reproches. Sergio lo lamentó en silencio, no hizo preguntas y no esperó respuestas, tal vez allí estuvo el error.
Lo que sí realizó fue una paradójica, extraña y caprichosa asociación simétrica de hechos. Y en esa relación se remontó al viejo patio de baldosas de su infancia, donde a los seis años rompió el espejo de su bicicleta y supo, en ese momento, como en una ráfaga de pensamiento, que su vida sería la que hoy es y no la que pudo haber sido.
En ambos instantes el espejo roto apareció como gran protagonista, junto a sus anexadas desgracias.
Sergio por mucho tiempo ansió creer (y lo logró) que las cosas se resolvían de una manera mágica y fatal. Creyó ciegamente en el ser predestinado, en el ser atado a su destino. Creyó en la intromisión externa de la mala suerte, en la despiadada maldición de las cosas.
Así se vio un buen día enredado en una maraña de talismanes, en un laberinto de religiones, de dioses que prometen el oro y el moro, de tipos que sangran en sus cruces o que meditan debajo de los árboles y alcanzan una cosa que nadie logra alcanzar.
¡¡Mierda!!
Él hoy me escribió un e-mail y me contó que se levantó temprano y que decidió hacerse cargo de su propia vida. Me contó que se miró en el espejo de su habitación, como si lo hiciera por primera vez, y que se causó gracia. Y dijo también que algo se rompió, no en el espejo sino dentro suyo. Algo se desató. Algo que no sabe, o no puede, o no quiere explicar.
Comprendió que aquella amistad con Geraldina estaba rota mucho antes de la rotura del espejo. Años antes, siglos antes. Siglos de palabras mudas o dichas a destiempo.
También comprendió que la vida da revancha siempre, y que cada acto, cada abrazo, cada llanto y cada camino que se emprende es una nueva oportunidad para elegir.
Sergio me contó que mientras escribía el e-mail tenía varias pestañas abiertas en la compu, y que quería cerrarlas a todas de una buena vez, porque tanta sobrecarga le jodía.
Me dijo también que deseaba abrir una sola página que estuviera en blanco, que quería tomarse todo el tiempo del mundo, toda la aplicación necesaria para poder escribir el presente y vislumbrar el futuro.
Ojalá pueda hacerlo, porque el pibe se lo merece.
La imagen es de ruidocreativo.blogspot.com

sábado, 24 de enero de 2009

DELIVERY

Aquellos que manifestaron alguna vez que el Gordo Lomes tenía más panza que cerebro se equivocaron de cabo a rabo.
Si no me creen, mírenlo ahora. Dense una vueltita por su nuevo piso sobre Alicia Moreau de Justo, con generosos ventanales hacia al río, donde el Gordo montó sus oficinas.
Como yo tampoco podía aceptar semejante prodigio así nomás, emulé a Tomás, el apóstol, y dije: "Ver para creer". Entonces desafié el intenso calor de Buenos Aires y me lo fui a ver el viernes a última hora. Un guardia de seguridad me franqueó la entrada al edificio y me indicó que tocara el número catorce de los múltiples botones del ascensor. Cuando descendí, detrás de la puerta me recibió una secretaria cuarentona, de pelo rojo y de mirada ámbar, de minifalda de cuero negro y piernas vertiginosas. Enseguida me anunció. Esperé unos minutos y luego apareció el Gordo, luciendo una camisa floreada, moviendo a sus anchas el voluminoso abdomen, abriendo los brazos con un vaso de whisky en una de sus manos. Apareció cargado de anillos, cargado de pulseras, cargado de colgantes que brillaban ante el último sol de la tarde adormecida.
Lo miré. El Gordo se había convertido en la personificación exacta de la grasada, en el arquetipo platónico del gangster de película.
Me abrazó con fuerza descomunal, a los gritos, tirándome a la cara un aliento a alcohol berreta que me hizo pensar que era verdad aquello que dice que la guita no cambia a las personas.
Luego me hizo pasar a su despacho.
Conversamos. Conversamos largo y el Gordo transpiraba a chorros, a pesar de que el aire estaba puesto al máximo. Detrás de su enorme corpachón, a través de los vidrios herméticos, el río se dilataba hacia un horizonte imaginario donde el sol se escondía.
El gordo puso un delivery.
Me explicó.
"Yo te mando un catálogo y vos elegís, ¿entendés?. Es gente culta, estudiantes universitarios, futuros profesionales. Les garpo bien, yo gano bien, y todos contentos".
Mientras él hablaba yo escrutaba la imponente oficina: El escritorio enorme, la notebook última generación, las pinturas falsas en la pared, el bar bien surtido. Enseguida recordé cuando lo conocí: Atendía el teléfono en una pizzería del barrio y era el porterucho de un cabarute de mala muerte de la avenida Pueyrredón.
"Trabajamos mucho con hoteles, más que nada con turistas extranjeros, lo que pidas, ¿entendés?.
Entendía. Lo entendía muy bien. Entendía la notebook, el Río de la Plata de fondo, el pequeño barcito junto al escritorio y pensé que la perseverancia y el tesón eran los más potentes de todos los dones.
Decidí irme, me empecé a sentir mal; pensé que era el calor, o el aire acondicionado, no sabía. El Gordo se puso de pie y me abrazó otra vez, pero yo estaba mareado. Cuando me dispuse a salir me tiró la última frase: "Nene, cuando quieras un servicio llamá, para vos es en pesos".
Me reí sin ganas y cerré la puerta.
La imagen es un fotograma del film Scarface