sábado, 26 de septiembre de 2009

LA CHICA DEL ESPEJO


La chica que se mira en el espejo del baño del bar, esa que cepilla su pelo lacio y rojo, la que retoca su make up , muy pronto terminará su café, pondrá punto final a su charla, abrirá la puerta del Arrufat, y se marchará para siempre.
Al porteño más porteño de todos dejaron de dolerle estas cosas, hace mucho tiempo.
—Me estoy poniendo viejo —susurra.
Y tal vez tenga razón. Pero el dolor de la belleza que se va es sólo para los viejos.
Mirar las piernas de esa chica que jamás será nuestra es una dulce puñalada. Esos ojos que nunca se detendrán en los nuestros es un paso más hacia la muerte.
— ¿Te dás cuenta? —dice el porteño— ¡No hay derecho, Che!
Sí, no hay derecho ni revés, pero tanto el porteño como yo sabemos que la vida es un tobogán finito, de plaza chica, de estación de pueblo.
Me río, no puedo dejar de hacerlo, hasta la tristeza últimamente me da risa.
El tipo tiene razón. El se acostumbrará y yo me acostumbraré a este transitar entre las sombras, a este ruego entre penumbras. Hombres destinados a escribir lo que otros hombres viven, a contar las historias que otros hombres sueñan, nos hemos quedado solos, en esta mesa de café, tranquilos pero sin laureles, repletos de las acciones de los otros que llenarán nuestras palabras, nuestra pluma, pero nunca nuestras vidas.
El Porteño piensa. La chica, con sus ojos llorosos, vuelve a la mesa, le da un beso en la mejilla y lo dice:
— Adiós.
Después de una charla de una hora la palabra adiós suena como un disparo, como el sonido de un rifle en medio de la noche.
-— No sé, porteñito, la piba está buena, ¿viste? Pero si se quiere ir, ¿que podés hacer vos?
El porteño no me contesta, no sé si me oye, piensa, no sé si me ve, no sé si sabe que estoy ahí, testigo invisible y acaso inexistente. Él clava sus ojos en los ojos de la chica —Mariana se llama—  que lo mira sin lástima y con algo de resignación, que se marcha, y ya no volverá.
— A veces la belleza duele tanto, pibe.
Y sí, porteñito, te lo dije. A veces, y sobre todo cuando el tiempo va quemando nuestras naves últimas, y unas arrugas inesperadas surcan nuestra frente, a veces la belleza es ese barco que zarpa hacia un destino que ya no nos pertenece.
— Salud! a pesar de todo, Amigo, digo yo.
— Salud, dice el porteño, a mí, a él, a nadie.


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